El sol se derrama sobre el teclado mientras escribo esto. Un rayo travieso se cuela entre las cortinas, iluminando motas de polvo que danzan en el aire. Alzo la vista hacia el reloj: es la una y cinco de la tarde. Un suspiro escapa de mis labios. ¿Cuántas veces habremos repetido esta frase, sin siquiera percatarnos de su significado? "Es la una y cinco de la tarde", una simple oración que marca un punto en el mapa del tiempo, un instante fugaz en la inmensidad del día.
Pero, ¿acaso no es cierto que cada segundo está cargado de historias? Es la una y cinco de la tarde en algún lugar del mundo, un niño ríe mientras juega en el parque, ajeno al paso del tiempo. Es la una y cinco de la tarde en otro rincón del planeta, un joven estudiante lucha por mantenerse despierto durante una clase tediosa. Es la una y cinco de la tarde en un hospital, una pareja espera con ansias el nacimiento de su primer hijo.
Es la una y cinco de la tarde y el mundo no se detiene. Sigue girando sobre su eje, indiferente a nuestras alegrías y tristezas. Sin embargo, en ese preciso instante, en ese microcosmos temporal que llamamos "la una y cinco de la tarde", se entretejen miles, millones de historias. Historias de amor, de dolor, de esperanza, de desesperación. Historias que se cruzan, se rozan, se ignoran, como las olas del mar que se funden en la inmensidad.
Y yo, sentado frente a mi ventana, me convierto en un observador silencioso de este ballet cósmico. Es la una y cinco de la tarde y el café humea en mi taza, impregnando el ambiente con su aroma. Un pájaro canta en la lejanía, una melodía simple que me recuerda la belleza de lo cotidiano. Es la una y cinco de la tarde y el mundo respira a mi alrededor.
¿Qué nos depara el próximo instante? Es imposible saberlo. Pero, por ahora, me permito disfrutar de este pequeño paréntesis en el tiempo, de este instante fugaz que es la una y cinco de la tarde.
Es la una y cinco de la tarde en Buenos Aires y la ciudad vibra con la energía de un hormiguero. Los cláxones de los coches resuenan en el asfalto, mientras los transeúntes se apresuran en sus quehaceres diarios. Es la una y cinco de la tarde en Tokio y las luces de neón tiñen la noche de colores vibrantes. La ciudad que nunca duerme se entrega al frenesí de la vida nocturna.
Es la una y cinco de la tarde en algún lugar remoto del Amazonas, donde la selva se extiende como un manto verde e impenetrable. El sonido de los insectos rompe el silencio, mientras un jaguar se desliza sigilosamente entre la maleza. Es la una y cinco de la tarde y el mundo se muestra en toda su diversidad, en toda su magnificencia.
Es la una y cinco de la tarde, un instante como cualquier otro, y a la vez, un instante único e irrepetible. Un instante que nos recuerda que la vida es un viaje efímero, una sucesión de momentos que se desvanecen tan rápido como llegan. Aprovechemos, entonces, cada segundo, cada minuto, cada hora, para vivir con intensidad, para amar con pasión, para soñar con la certeza de que todo es posible.
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